martes, 9 de julio de 2013

Insomnio



Maldito insomnio, si al menos pudiera escribir algo, pero es un estado de extremo abandono como para levantarme a buscar un anotador. Es tal el abandono que no puedo ni siquiera dormirme y empiezo a conversar o, en fin, esto que estoy haciendo.
La neblina mental hace creer que esas conversaciones internas podrían ser valiosas para el arte, para la historia del arte o para la humanidad misma, pero tengo la certeza de que por la mañana, si es que logro dormirme, los pensamientos geniales habrán desaparecido. Que egoísmo. Pude mejorar la vida de muchos, hacerme célebre, pero nada de eso será verdad porque no llego al lápiz y al papel que están en el mueble al lado de la escalera. Que ego tengo. Que genio que es Clint Eastwood. Clint Madera del Este. Clint Maldito insomnio.
Durante el insomnio se consigue el mayor desdoblamiento (sin utilizar sustancias prohibidas) entre los personajes que llevan adelante esa obra de teatro llamada “conversaciones con usted mismo”, que se emite casi constantemente, en infinidad de versiones, pero que comúnmente pasan sin pena ni gloria. Por ejemplo la que protagonizan mis dos personajes no merecen ni un diploma consuelo entregado por un jurado sobornable, pero seguro que Clint Eastwood consigue su mayor productividad artística en esos momentos. Espero que él tenga un anotador y un lápiz en la mesita de luz porque nadie puede transcribir con buen resultado estas cosas al otro día. Espero también que haga sus anotaciones en papel, aunque podría permitirle una computadora, pero si escribiera con una birome me sentiría realmente defraudado. El lápiz tiene otra calidez, eso es muy claro y cualquier artista lo nota.
¿Escucho esos sonidos o los invento? Por momentos los perros lejanos parecen niños, y vuelven a ser perros, pero por momentos son canciones reconocibles, es que estoy tan cerca del sueño que me pongo nervioso de solo pensarlo. Si me hicieran una nota para promocionar una película en la que haya actuado hablaría un poco de la película y un poco del insomnio. No me parece un tema menor, porque creo que es lo más cerca que se puede estar, despierto, de esa inconciencia soñadora que se esfuma en la mañana. A lo mejor es por eso que el cuerpo se abandona a cualquier actividad, por mínima que sea. No quieren esos personajes interiores quedar estrellados en un anotador, ni Dios permita, escritos sus textos en tinta de birome, entonces atornillan esas nucas a la cama y los sonidos, las tristes ideas irremediables, el sueño, se zarandean en la cama.
Que incoherencia que es la vida.
Que incoherencia que es el insomnio. Las oraciones no piden permiso, se meten, se cuelan entre las otras porque así es la noche mía y el día del insomnio. Es como escribir sin revisar, es como comer un bocado de cada cosa sin importar si son compatibles porque se aceptan hasta estos ejemplos. Es evidente que el tiempo transcurre y que en mi caso se llena de palabras sin sentido. Si tan solo se callaran estos dos que hablan dentro mío o si me dieran una inyección letal. Eso sí me dormiría pero no tengo voluntad para que alguien me inyecte y aquí viene de nuevo Clint con toda su obra para que yo la repase. Hay gente que es grande de verdad. ¿Dormirán bien? ¿Vivirán bien? ¿Tomarán pastillas? ¿Usarán mucho internet?
La gente busca en internet sus problemas y soluciones pero en mi caso no quiero enterarme de los problemas que tengo, esa madurez me ha caracterizado, además no creo que internet sirva para eso. Imagino que dirá que es un trastorno generado por la ansiedad y que puede finalizar en algún tipo de enfermedad terminal. Tengo dos ideas, la primera es que hoy no voy a morirme de esa enfermedad terminal que no está tan avanzada y la segunda es que cuando llegue ese momento va a enfermarse todo mi cuerpo pero los que charlan dentro mío gozaran de perfecta salud para hacerme saber que es débil la carne.
Dice Internet: “El insomnio primario no es un síntoma ni un efecto secundario de otro problema médico. Es un trastorno independiente y su causa no se conoce bien” Genial. No solo voy a morir sino que Internet no va a decirme de qué ni cómo. Esto es una falacia. Si uno tuviera médicos a disposición viviría más tranquilo. Seguro que en los rodajes de las películas de Eastwood hay una ambulancia con médico todo el rato. Un hombre con ese talento debe necesitar estar tranquilo para filmar.

La gente que duerme bien tiene una desventaja, el sueño la sorprende. A mí nunca me sorprende el sueño, siempre estoy pendiente, atento, me despierto unas seis o siete veces antes de dormirme completamente para decirme que efectivamente me estoy durmiendo y chequear la hora en que me duermo para saber exacto cuánto dormí al levantarme. Si tuviera un lápiz y agregara los conectores correctamente a las oraciones sería una obra decente. Uno obra docente. Una obra maestra. Mañana serán solo recuerdos vagos porque no se puede ir contra la naturaleza del insomnio. El insomnio lo castiga con más insomnio, es desesperante. Una incoherencia. Otra incoherencia y el primer pestañeo de conciencia largo. Un pequeño festejo. El sueño intentando sorprenderme aunque reconozco este momento. Tiene aquí un contrincante de verdad, o dos contrincantes de verdad. Podría decir que yo soy el sueño y ellos el insomnio pero no sería cierto, se nubla la vista. Reconozco este momento. Falta poco para el desenlace, lo presiento. Ya fueron varios segundos de sueño, exacto las 4:08, se registra. Si todo sale bien, Clint Eastwood saluda desde una tribuna, esto es, indudablemente una muestra de poderío del sueño. No hubo conciencia de los últimos minutos, hay conmoción, es inminente la relajación. Un rápido ida y vuelta entre un lado y el otro. 4:12. En el pasillo de mi casa Clint abraza a una tía.


martes, 4 de junio de 2013

El miedo a volar



Estimado lector, no prometemos en la historia que sigue otro tipo de ayuda para contrarrestar su temor que no sea la de la simple identificación con el niño que la protagoniza. O, quizás,  que pase unos pocos minutos leyendo, olvidándose de su miedo y de que el avión en el que viaja ahora, puede caerse de un momento a otro.
En tiempos donde la gente se repele, los temores comunes nos acercan, aunque sea, tristemente. Entonces contaremos sobre el solitario Esteban, y ustedes decidirán si hay algo de su miedo que los une a él.
Esteban tiene miedo a volar, pero no a volar en avión, su miedo es a volar. Literalmente. Esteban tiene miedo a poder volar.
Algunas noches sueña que camina entre sus compañeros de escuela y de pronto se eleva, flota, y los chicos lo miran asombrados, casi con admiración, pero él pide por favor descender de lo alto para quedarse allí. Entonces se despierta, o cree que se despierta y piensa; registra su cuerpo y se toca los brazos. Y todo está bien por el momento. Se sienta en la cama, con calma y con movimientos lentos, inseguros, apoya los pies en el suelo y siente el peso de sus piernas sobre el piso. Se para mirando hacia abajo y sonríe tímidamente, hasta que el primer paso le devuelve su universo de tierra y saltos.
En el patio de la casa de Esteban hay una hamaca que fue heredada de los antiguos propietarios. Allí pasa las tardes balanceándose. Esteban juega con su miedo, se ríe de eso y se divierte, sabe en el fondo que tiene el control de la situación, porque Esteban es inteligente y entiende. Su experiencia le dice que no pasará, pero algunas tardes, en distracciones inusuales,  una flexión de piernas descontrolada, impulsa la tabla y su cuerpo más allá de lo pretendido. El envión hace crujir las cadenas y resonar los tornillos oxidados por el tiempo y el agua. Una vibración recorre los brazos de Esteban, se agita de golpe y aprieta las muelas. Entonces un salto lo deposita en el pasto, en el silencio y en la niñez. Apura los pasos, se mete en la casa y agarra sus revistas de historietas.
Esteban prefiere la lluvia, y le encanta mirar las tormentas desde la ventana de la cocina. Disfruta del ruido e imagina lo extraño que sería ver una tormenta desde arriba.  Cree que sería aburrido, porque lo lindo de la lluvia es ver cómo transforma las cosas, cómo hace correr a la gente en la calle, cómo inventa ríos que desaparecen en los desagües y eso no existe en el cielo.
Este niño, cree que no conoce otros con su mismo miedo, y a lo mejor está rodeado de ellos. A lo mejor es casi lo único que lo rodea.
Esteban quiere quedarse en la tierra, con sus lluvias hermosas, con los chicos de su grado, con la soledad de las tardes en su casa. Con lo bueno y con lo malo. Esteban tiene miedo de volar, tiene miedo de conocer lo que los otros no conocen.
Nosotros también.

lunes, 20 de mayo de 2013

Madurar en el deporte



El que lea estas líneas deberá ser advertido de que a pesar de encontrar en ellas una precisión de estudio sociológico, no se trata estrictamente de ello. Más bien hablaremos de una historia de vida, la mía.
Desde niño he tenido la pretensión de convertirme en lo que lo adultos llaman un adulto de la manera más rápida posible, y he intentado hazañas desechables para lograr mi cometido sin ningún resultado efectivo.
He intervenido en discusiones políticas en edad de infante, he tomado café en la sobremesa desde el séptimo grado, he vestido boinas y gamulanes en la adolescencia.
 Lo cierto es que todos hemos sido tildados de inmaduros varias veces a la semana durante algún tiempo sin entender el porqué de tal afirmación, pero sin lograr una defensa efectiva, acaso porque en el fondo entendíamos que no habíamos madurado tierra adentro.
Pero el tiempo corre sin remedio y llega un día, un mes, un momento, poco preciso, en el que la sociedad entera (excepto alguna novia con justas o injustas razones) decide que hemos madurado.
En mi ordinaria experiencia ese momento no tiene explicación alguna, y, sobre todo, no se ajusta a la realidad. Porque a pesar de mis esfuerzos no maduré tempranamente, no por lo menos a la edad que pretendía, ni siquiera maduré en el momento en que el resto decidió por mi el cómo, el cuándo y el por qué.
Desde niño, de todas las actividades que cambié por las de adulto, hubo una innegociable: el futbol.
He pateado una pelota desde que tengo conciencia de mis actos y me ha generado placeres indescriptibles. Hice amigos, los vi divertirse tanto como yo, he hecho goles memorables en escenarios hostiles, fui derrotado por buenos perdedores, abracé desconocidos en canchas de futbol cinco, miré de afuera encuentros ajenos con la esperanza de una convocatoria repentina.
El futbol me encontró con la calle, me regaló algunos saberes populares y hasta resignificó, por esos momentos triunfales, el apodo ganado en otros fueros. Fui "el abuelo" afuera, pero sobre todo adentro de la cancha, y eso era un halago.
Digamos que para un chico como yo, en aquellos momentos, con algunas particularidades poco reconocidas por los cánones de la belleza y la popularidad, este noble deporte fue un rescate, fue un amigo, un aliado que no permitió que me sintiera solo.
La compañía del fútbol se presentó en forma de compañeros de equipo y de rivales, pero también de multitudes que coreaban mi apodo en mi cabeza: –Abueeeelooo, abueeeelooo – rugían los tipos de las tribunas y la gente me miraba en la calle y yo sentía que me conocían de las canchas y las mujeres sabían de mi estado físico impecable y cada vez que toqué una pelota sentí que alguien me observaba y me ponía un puntaje, alguien que un día iba a aparecerse de carne y hueso frente a mi después de una actuación destacada para decirme: - Señor abuelo, usted es un gran jugador, le digo mas, usted es un crack. ¿Le gustaría jugar en boca?-. Ilusiones.
Los años fueron transcurriendo y como se imaginarán no apareció tal persona luego de los encuentros escolares primero, tampoco llegó tras ningún match de adolescencia. Ni siquiera vino a reconocerme finalizados los partidos con los compañeros de mi primer trabajo.
Y Como ya he dicho, el tiempo corre sin remedio y esa es la verdad. Y aunque alguien diga lo contrario en alguna canción, eso es lo triste del caso. Lo muy triste. Que hay algunas verdades que no tienen remedio.
Una noche después de un picado informal, me cambié en el club y regresé a mi casa. Volví solo en mi auto, hacía frío y ya garuaba. Me pregunté qué hacía padeciendo esas temperaturas. Me pregunté que comería al llegar a la casa. Pero no me pregunté que habría opinado mi tutor deportivo, aquel que me llevaría a debutar en primera.
No hubo puntaje sobre la actuación, no hubo repaso de jugadas, no hubo comentario íntimo sobre virtudes y defectos. No hubo más nada.
Lo cierto es que esa noche entendí que no sería mi destino el de jugador profesional de fútbol.
A los ojos de cualquiera, una conclusión lógica para una persona de treinta y tres años, oficinista, recibido con honores en la Universidad Pública. A mis ojos, la madurez entrando por la ventana para quedarse para siempre, arrebatándome un sueño.
Hoy me arrepiento de aquella noche, de haber madurado, pero agradezco no haberlo hecho cuando tan temprano lo deseaba para entrar en el mundo de los grandes.
El sueño debe permanecer intacto aunque bordee la locura, aunque montones de personas se agolpen frente a tu casa para mostrarte carteles que digan lo contrario, aunque dejes en el camino realidades.
Por eso, si algo de este texto es rescatado por ustedes, se lo agradecen al chico que jugaba a la pelota.

jueves, 9 de mayo de 2013

Mil novecientos caractéres


Mil novecientos caracteres son necesarios para firmar una nota en esta revista. Eso fue lo que me dijo el editor y lo tomé al pie de la letra.
No recuerdo haber empezado a escribir algo con tamaña condición, con un horizonte tan delineado, tan lejano pero tan inevitable.
Ahora lo que me interesa saber es si todo cuenta como carácter, si una coma suma, si un tres puntos me ayuda a llegar a mi objetivo, si las comillas cuentan como uno o como dos caracteres, etc.
En el diccionario dice: ¨Señal o marca que se imprime¨ ¨Signo de escritura o imprenta¨.
Entiendo entonces que cuenta todo menos los espacios. Estoy peor de lo que suponía y con todo este palabrerío voy setecientos veintisiete!!! (727)!!!
No quiero aburrrirlos en esta inquietante travesía pero deben comprender que lo que quiero decir tiene apenas unas pocas palabras, mínimas, sencillas, pero que salen del corazón y me gustaría que sean publicadas, y si no se puede evadir el requisito, voy a pedirles que me acompañen, que me ayuden, que no se dejen intimidar por las letras que voy anotando por inercia, que no se asusten frente a puntuaciones extravagantes que solo tienen por cometido sumar un signo, acercarme a la (meta!)…
… Mil ciento setenta y uno (1171) y pasamos con sorpresa la mitad (1/2), y el entusiasmo lo invade todo. Pero se me acaban los recursos. ¿Se me acaban los recursos? Sí, se me acaban los recursos.
Les voy a contar una anécdota: Un tartamudo encuentra a otro tartamudo. Me parece un abuso.
Un borracho encuentra a un tartamudo. ¡BASTA! Hay que escribir.
Me faltan aproximadamente unos quinientos (500) signos (ay, si se contaran los espacios…) y una idea sobrevuela mi cabeza: ¿Valdrá la pena que hayan leído toda esta pavada? ¿Será bueno el desenlace? Ahora estoy angustiado por el sentido de mi frase, por lo que me odiarán si su valioso tiempo de ocio es desperdiciado en un mar de letras sin sentido. Yo confío en mis intenciones pero no en mis resultados. 1796? No, ahora no quiero que llegue el final. Miedo.
En lo que queda tengo que alcanzar la inspiración, encontrar el objetivo de lo que viene y de lo que ya pasó. Podría borrar pero no sería yo.
Que no me sorprenda. Una oración, un arrepentimiento, una emoción. Todo me lleva hacia el final.
Cruzaré los mil novecientos diciendo lo que he venido a decir: La vida es un cuento…y el editor es un puto!